Nunca olvidaré la vez que tuve el privilegio de sentarme junto a Billy Graham a cenar. Me sentí honrado, aunque algo nervioso, al no saber qué sería adecuado decir. Pensé que sería interesante empezar la conversación preguntándole qué le había gustado más de sus años de ministerio. Después, con torpeza, empecé a sugerir posibles respuestas. ¿Le había gustado más conocer a presidentes, reyes y reinas? ¿O tal vez predicar el evangelio a millones en todo el mundo?
El día que nos casamos, Martie y yo prometimos ser fieles «en momentos buenos y malos, en enfermedad y en salud, en riqueza y en pobreza». Puede parecer extraño incluir en un alegre día de bodas votos sobre la desalentadora realidad de que habrá tiempos malos, de enfermedad y de pobreza. Sin embargo, esto resalta que la vida suele tener tiempos «malos».
Hace unos años, una amiga mía perdió a su hijito en la Estación Union de Chicago. No hace falta decir que fue una experiencia aterradora. Lo llamaba con desesperación, mientras regresaba a la escalera mecánica, volviendo sobre sus pasos en un esfuerzo por recuperar a su niño. Los minutos de separación parecieron horas, hasta que, de repente —y gracias a Dios—, su hijo apareció entre la multitud y corrió hacia sus brazos en busca de seguridad.
Una de mis iglesias favoritas comenzó hace años como un ministerio con exprisioneros que se estaban reinsertando en la sociedad. Ahora, crece con personas de todas las esferas de la vida. Me encanta esa iglesia porque me recuerda lo que imagino que será el cielo: lleno de diferentes clases de personas, todos pecadores redimidos, todos unidos por el amor de Jesús.
Estaba disfrutando de mi primera experiencia de rafting en aguas bravas, hasta que escuché el rugido de los rápidos que se acercaban. Me inundaron sentimientos de incertidumbre, temor e inseguridad al mismo tiempo. ¡Fue una experiencia excelente pero aterradora! Y, de repente, había terminado. El guía nos había llevado a buen puerto.
Hace varios años, nos hospedamos con mi esposa en una rústica hostería de los remotos valles de Yorkshire, Inglaterra. Estábamos con otras cuatro parejas, todas británicas, a quienes acabábamos de conocer. Mientras tomábamos un café después de cenar, empezamos a conversar sobre nuestros trabajos. En aquel entonces, yo era director del Instituto Bíblico Moody, en Chicago, y supuse que nadie conocía la institución ni a su fundador, D. L. Moody. Cuando dije el nombre, todos respondieron sorprendidos y al instante: «¿De Moody y Sankey… de ese Moody?». Otro huésped agregó: «Nosotros tenemos un himnario de Sankey, y nuestra familia suele reunirse junto al piano para cantar esos himnos». ¡No podía creerlo! El evangelista y su músico habían tenido sus reuniones en las Islas Británicas hacía más de 120 años, y su influencia aún seguía.
T odos los años, hacemos una exquisita fiesta de Acción de Gracias en la Universidad Cornerstone. ¡A los alumnos les encanta! El año pasado, hicieron un juego mientras celebraban: en tres segundos o menos, cada uno debía mencionar un motivo de agradecimiento, sin repetir lo dicho por otra persona. El que vacilaba, era descalificado.
Mientras asistía a un concierto, mi mente se desvió a un asunto que me preocupaba y me distraía. Felizmente, la distracción terminó pronto, cuando las palabras de un hermoso himno comenzaron a penetrar profundamente en mi ser. Un grupo de hombres cantó a capella un himno que hablaba de la paz de Dios para el alma del creyente. Los ojos se me llenaron de lágrimas mientras escuchaba esas palabras y contemplaba el pacífico reposo que solo Él puede dar.
Mientras me hospedaba en un hotel de un pequeño pueblo, noté que había movimiento en la iglesia al otro lado de la calle. La gente estaba apretujada dentro del edificio, en tanto que otro grupo de jóvenes y ancianos llenaba la acera. Cuando vi un coche fúnebre en la esquina, me di cuenta de que era un funeral. Como había tanta gente, supuse que se trataba de algún héroe local; quizá un empresario acaudalado o alguien famoso. Por curiosidad, le dije al empleado del hotel: «¡Cuántos concurrentes para un funeral! Seguro que es alguien muy conocido del pueblo».
Una de las frases más sabias que he llegado a apreciar es lo que solía decir mi padre: «Hijo, los buenos amigos son uno de los tesoros más preciosos de la vida». ¡Qué gran verdad! Con buenos amigos, nunca estás solo. Están atentos a tus necesidades y comparten alegremente los goces y las cargas de la vida.